Me tumbé en el suelo de mi habitación. Solas la música y yo. Sentía en la espalda los golpes de la batería, y en mi garganta los gritos desgarrados de Cobain.
Sobre todo, sentía mi corazón retumbar en mi pecho, en mi
cabeza, en mi estómago, en los dedos de mis manos. De mis miserables manos.
El dolor era tangible.
A pesar de mis barreras, me di cuenta de que mi cerebro se
había llenado de todas las sandeces que llenaban los demás. Olvidada, condenada
a vivir bajo los talones de una sociedad que no es la mía.
Condenada porque al final, como al principio, todos somos
humanos. ¿Qué debía hacer yo, que odiaba cada milímetro de mi ser, de mi
condición, vil y mediocre por naturaleza?
Podría haberme quedado allí tumbada, sin salir a formar
parte de ese gran circo. Por desgracia, todos somos protagonistas de nuestra
historia, aunque algunos nos empeñemos en vivir entre bastidores.
Al fin y al cabo, todos arrastramos la misma
podredumbre, el mismo olor, la misma
vida.
Cerré los ojos y me pregunté si se podría desaparecer solo
con desearlo lo suficiente.