A Laura.






La luz del faro barría el mar cada cierto tiempo, como un vago parpadeo. Con los pies descalzos, había bajado por la pared del pequeño acantilado, sintiendo la agradable tensión en los músculos y la adrenalina de poder resbalar, hasta sentarme en una de las rocas. Movía las piernas como una niña despreocupada y jugueteaba con el agua entre los dedos de los pies.

El paisaje se alejaba bastante de mi frío invierno, pero no me importaba. En realidad, ya nada importaba. La espuma nívea danzaba entre las rocas al chocar el agua. Esa espuma pálida era todo lo que quedaba, al llegar a la orilla, de un monstruo oscuro e inmenso. Estaba ensimismada, pensando que lo mismo ocurría con las personas.

Desde el primer momento me había fascinado aquel lugar. Podía ver el baile de las olas casi desde dentro. Como si observara, burlándose de mí, a todo aquello que no tengo. Pude verte ahí, sereno y brillante en la oscuridad cristalina del agua, limitado solo por la magia del reflejo de la luna llena.

Fue entonces cuando, irrevocablemente, algo empezó a despertar en mis ojos ausentes. Pensé que podría reírme de cuanto perdí, bailar contigo toda la noche, y escapar de mi invierno. Había despertado de un extraño pero acogedor letargo, y la esperanza volvía a morderme el estómago.

Desesperada ante la inminencia de la situación, decidí ponerle fin. De la única manera posible.

Me levanté, y con la mirada al frente, salté. Para perderme en la noche estrellada.