Delirios.

Caminé durante horas por las calles, algo estúpido. ¿Acaso buscaba reconstruir mi alma pisando cemento? Las aceras estaban mudas, o tal vez lo estaba yo. Llovía, un día de Noviembre como otro cualquiera, lleno de suspiros que vienen de la nada, aislándome en el tacto y olor de la música, que me resucita cuando estoy a punto de desintegrarme.
         

 La rabia rasgada de Cobain, la voz de Serj Tankian estallando en mis oídos, Día Sexto acogiendo voces, Einaudi susurrando mi nombre entre las teclas de un  piano, un abrazo de Steve Harris, una mirada de Axel Roses… todos ellos secundando mis pasos para poder caminar entre la bruma. Y para volar. Todos ellos, como la banda sonora de esta tragicomedia.
        

Entre tantos pensamientos y delirios, seguía caminando, buscando algo… Sincera, pero dolorosa, la oscuridad me mostró de nuevo cuán perdida estaba. Y la ciudad me dijo: “Tu enfermedad consiste en que odias a quien deberías amar. Y a quien deberías odiar…”
       

La luz de las farolas, el agua en las alcantarillas, las risas, los pasos, todo desaparecía mientras yo extendía el brazo y abría la mano, muy despacio, como si dejara escapar un trozo de mí misma. El viento hizo lo demás, y un trozo de papel se perdió entre el bullicio.
   

“Lo más triste de la lluvia es que sabes que dejará de llover.”
     

Aquellos con disfraces de humanos me observaban extrañados. Nadie llegaría a advertir, ni por un solo instante, la vasta desolación que se escondía en mi interior. Había permitido que este se llenara de algo peor que veneno, a fin de no permanecer vacío. 
         

Y ahora de mí solo quedaba un papel, que al menos, volaba libre. Una triste y solitaria ilusión de ver mi esencia escrita en una cadena de palabras.
                

Al menos ahora ya no me sentía a punto de explotar. Estaba un poco más lejos del límite de la locura. Al menos tenía agallas para vivir mi vida, con todas sus consecuencias.