Siempre le había molestado el calor, el bullicio, solía huir del mundanal ruido.
Aquel día, ni siquiera él comprendía por qué había salido de su habitación. No podría decirse que era acogedora, pero era suya, su refugio. Allí podía llorar, podía leer, dibujar… sin tener que dar explicaciones a nadie.
Por primera vez en mucho tiempo, iba por la calle sin sus cascos, caminaba despacio. Su rostro era completamente inexpresivo, como siempre, pero algo se movía en su interior: estaba absorbiéndolo todo. Admiraba lo que antes le había parecido desagradable, incluso repugnante.
La música no dejaba sus pensamientos en un segundo plano. Por una vez, Kenneth se sentía vivo, todo parecía extremadamente real, tal vez demasiado. Abrumador.
Había fiesta en la ciudad. El ambiente estaba cargado, había niños gritando y riendo, parejas de la mano, observando puestos llenos de cosas inútiles, grupos de amigos más emocionados de lo habitual. La noria giraba, olía a caramelo. Había una preciosa puesta de sol, casi a punto de terminar.
A unos metros, un grupo comenzaba a tocar un tema de los 70, añadiéndole un tono amargo-cuarentón pasado de moda. No era su estilo, desde luego, pero podía sentir cómo la batería retumbaba en el asfalto, hasta sus tobillos. Aquello siempre le había gustado.
Aquel día, Kenneth deambulaba por las aceras, aspirando la vida que bullía a su alrededor.
Por fin se topó con el pensamiento que le rondaba por las entrañas desde hacía un rato: le encantaría morir ese día, enseguida.
Todo el mundo piensa lo mismo antes de irse: hoy no. Él sabía que le quedaba poco tiempo, así que, ¿por qué no? Desaparecer de repente en ese mismo instante, nada de dramas ni lágrimas. Y un buen epitafio:
“Hoy es un día precioso.”
Esta conclusión resultaría demasiado estrambótica para cualquier persona normal, sin embargo, para Kenneth la muerte no era un tema tabú.
Tal vez estaba demasiado acostumbrado a ella. Tal vez fuera ésa su perdición.
-Murder-
