El aparato de radio apenas se distinguía entre el ocre de
los libros que descansaban sobre la estantería. Lucía viejo y lleno de arañazos,
pero no como uno de esos perros apaleados, sino como un orgulloso veterano que
exhibe sus medallas. Tú y yo estábamos en el sofá, dándole la espalda como si
así pudiéramos escapar de la voz ronca del locutor, que lanzaba palabras como
piedras entre las interferencias de otras frecuencias. Llegaban, acariciándonos
la nuca, las noticias del avance alemán hacia nuestra ciudad, hacia nuestro
salón, hacia nuestro sofá. Oh, cariño, si hubiera podido decirte algo en aquel
momento. Yo solo podía respirar despacio para que tú no notaras el aire que me
faltaba, para que tu mano dejara de temblar, entre las mías, en nuestro sofá,
ese sofá verde oscuro, con nuestras mantas, la mesita que hice para ti,
nuestras fotografías encima, los restos de la comida sobre el mantel…
Miraba las siluetas oscuras de los pájaros, recortadas sobre
los postes eléctricos, miraba aquel salón cuadrado, miraba mis zapatos marrones…
El sonido oscuro y espeso de la guerra llegaba ya a nuestra
calle y yo acaricié despacio tus manos blancas y suaves. Me miraste y yo, en un
susurro, a escondidas de aquel locutor, te dije:
-En otra vida, cariño, seremos gatos.
Y la guerra rompió los cristales de nuestro pequeño salón
cuadrado.