Dominada la ciudad desde aquel refugio abandonado, sentía alas
rozando sus costillas, y casi sonrió al imaginarse como un halcón sobre el
mosaico de tejados. Buscó en su cartera de cuero desgastado y dejó caer junto a
los pies su libreta amarilla.
El resto vino solo.
Y apenas sintió dolor al deslizar el fósforo, apenas cerró los
ojos al ver arder aquel cuaderno, los meses, la tinta que dibujaba sus últimas
noches. No volvería a repetir aquello, y juró, juró que no volvería a escribir
jamás…
-¿Sabes? Hay contenedores para el papel, lo de quemarlo lo
dejaron hace unos siglos.
Se habría asustado de encontrar a alguien allí de no haber sido
por el whisky que lo mecía. La chica sonreía, y podían adivinarse sus hombros
bajo la chaqueta vaquera.
Juró de nuevo no volver a escribir.
Nunca había visto
unas pestañas tan largas…